¿Qué es la singularidad? ¿En qué consiste o qué sostiene la calidad de ser reconocible y distinto? ¿Qué hace que la obra de un ser humano singular sea percibida de forma inconmensurable y singular por otro ser humano? Directores de cine tan distintos como Werner Herzog o Wes Anderson han sabido mostrar cómo un tipo de singularidad errabunda, marginal y periférica, de individuos entrañables (Woyzeck, Stroscek, Kaspar Hauser, Nosferatu, los enanos, el forzudo Breitbart, los Tenenbaums…), antihéroes enfrentados al absurdo de las cosas, era, al mismo tiempo, la clave antropológica de una rareza a través de la cual se evidenciaba el peculiar destino que aguarda a las muestras más originales de nuestra especie. La singularidad es también la seña de escritores entrañables, capaces de atrapar en su retina un tipo muy especial de melancolÃa periférica, por citar solo algunos entre aquellos muy distintos entre sà pero que suscitarÃan el acuerdo: Emily Dickinson, Valle Inclán, Gloria Fuertes, Georg Perec, Kurt Vonnegut, Banana Yashimoto, Bohumill Hrabal, o más recientemente, Oscar Peyrou. Los cientÃficos no tienen una respuesta precisa ni definitiva acerca de qué cosa es la subjetividad y la singularidad entrañable que nos constituye, qué hace de nosotros un sujeto singular o cómo explicar la experiencia más subjetiva. Caracterizan a los «qualia», al menos asà lo hace Richard Dennet, uno de los filósofos de la mente más accesibles, a partir rasgos inefables; esto es, aquello muy privado, que no puede ser comunicado ni aprendido por otros medios diferentes a la experiencia directa. El escritor uruguayo Felisberto Hernández (Montevideo, Uruguay, 1902-1964) es un ejemplo tanto de la singularidad de una vida fascinante por entrañable, como de ese tipo de literatura cuya experiencia resulta sumamente difÃcil de comunicar. Escritores que nunca nos cansamos de leer. Escritores de los que nunca nos cansamos de recomendar su lectura aun reconociendo que las comparaciones interpersonales de los «qualia» son sistemáticamente imposibles. Por eso, la publicación de los Relatos para piano (Jus, 2018) es una de las grandes pequeñas noticias del panorama literario en castellano de la actualidad. Si hace unos años, Atalanta reunÃa una extraordinaria antologÃa bajo el rótulo de uno de sus mejores relatos, La casa inundada, este año, la editorial mexicana Jus invita a un acercamiento a Felisberto a partir de siete relatos que principian con el más extenso Las Hortensias, una nouvelle o cuento largo, al que siguen: GenealogÃa, La envenenada, Juan Méndez o Almacén de ideas o Diario de pocos dÃas, Tal vez un movimiento, El cocodrilo y Explicación falsa de mis cuentos.
Relatos que exudan un vapor afÃn a la calentura que precede a la fiebre, una atmósfera parecida a la vigilia o al efluvio de la primera copa de champagne. Se suele decir que Felisberto Hernández es un escritor raro y periférico. Lo es, un escritor en los márgenes, en el lÃmite o en la periferia, en un primer sentido: Felisberto es periférico geográficamente. La otra tarde, durante la presentación que el periodista cultural montevideano Pablo Silva Olazábal hacÃa de sus conversaciones con Mario Levrero, el director de «La máquina de pensar» situaba a Hernández como el primero de una jugada uruguaya de cuatro cartas singulares: Horacio Quiroga, Felisberto, Juan Carlos Onetti y el propio Levrero. Una selección uruguaya, campeona del mundo varias veces, en la que uno incluirÃa a dos escritoras de Montevideo: Idea Vilariño e Ida Vitale, autora, esta última, con la que el pianista itinerante de uno de los paÃses más transparentes de América, mantuvo un impagable intercambio epistolar sobre las experiencias con el amor de Felisberto.
Felisberto Hernández es un escritor situado en el lÃmite, también en un sentido puramente literario. Hacedor de relatos vanguardistas de obsesiones de sujetos especiales, de incidentes laterales, de caprichos y vislumbres como bombas de ideas antes del boom, se sitúa en el punto de partida, y posiblemente, también en el confÃn de una escritura de una modernidad muy avanzada, alabada, sobre todo, por los propios escritores. Es asà que sobre él llaman pronto la atención Jules Supervielle y Roger Caillois, autores como Juan Rulfo, Julio Cortázar, Gabriel GarcÃa Márquez e Ãtalo Calvino le reconocen, cuando no su talento inclasificable, sà su singularÃsimo magisterio.
Hay un tercer punto en el que Hernández resulta un excéntrico explorador de los confines de los cÃrculos, como apunta el relato GenealogÃa, incluido en esta selección breve e intensa en la que quizás se echa en falta alguna información sobre el proceso de selección y fechado de los cuentos. Pianista, escritor inconfundible, concertista itinerante; una anécdota biográfica, no por conocida, menos interesante es que entre las esposas de Felisberto una vez hubo una espÃa: la española Ãfrica de las Heras, miembro de la KGB que llegó a ser en México secretaria de Trotski, sin que el autor de estos relatos sospechara jamás nada, o hubiera adivinado siempre todo (hay entre Las Hortensias, el relato sobre dobles y muñecas que abre la selección que nos ocupa, una mujer que es una espÃa…).
La mirada de Felisberto está hecha de extrañamiento, por ello en sus relatos de auto-ficción un detalle de lo real funciona a menudo como una puerta al interminable pasillo de la infancia o a una habitación familiar pero desconocida iluminada por una lámpara de luz cenital que proyecta sombras de invención de la memoria y del misterio. Como decÃamos al comenzar, las ideaciones de Felisberto son todas refractarias a una definición compartida: flujos en una conciencia hecha de extrañeza. La inquietud que provoca los relatos de Felisberto sugiere más que afirma, apunta más que encuentra, me refiero a la forma tan particular, tan singular, en que se mueve entre los márgenes donde se confunden la realidad y la ficción. Siempre he pensado que lo que nos acerca a otros seres humanos, lo que nos hermana a esa entrañable subjetividad con la que comenzaba esta reseña, no es la forma en que entienden estos la realidad, sino la manera en que se manejan con lo irreal. Felisberto es autor de relatos de incidentes mÃnimos, de profesiones modestas emprendidas por soñadores de aire despistado, incidentes minúsculos que acontecen en la bisagra entre la realidad más pequeña, más prosaica y una irrealidad fantasmática, un poco onÃrica, un poco sospechosa, y quizás –y esto entrarÃa en la cuestión psicoanalÃtica– una irrealidad muy… deseada. Cuentos hechos de esta temperatura que anuncia el desvarÃo, cuentos en los que la realidad se queda en penumbras, poesÃa extraña, sutilmente cómica, cuentos que evidencian que la trama puede consistir en un estado de ánimo, en un clima, en una calentura.
Las Hortensias es una fantasÃa de autómatas y muñecas, una de las más sexis de la producción de Felisberto. En ella asistimos a una fantasÃa o a una fatalidad voluptuosa –la introducción lúdica del trio en el matrimonio a partir de un doble de la mujer– pero, sobre todo a una fusión entre pensamientos y cosas, entre cavilaciones y objetos, una poética muy singular que permitió a Cortázar decir con razón que Felisberto pertenece a la estirpe presocrática.
«HacÃa poco tiempo que Horacio dormÃa en el hotel y las cosas ocurrÃan como en la primera noche: en la casa de enfrente se encendÃan ventanas que caÃan en los espejos, o él se despertaba y encontraba las ventanas dormidas».
Juan Méndez o Almacén de ideas o Diario de pocos dÃas es una larga digresión de idas y venidas, tesis y antÃtesis inmediatas, que nos contagia el vértigo de la creación, una reflexión o una confesión falsamente Ãntima sobre el proceso y el arte de la escritura. La envenenada, uno de sus primeros cuentos, es también un ejercicio incidentalmente metaficcional sobre el quehacer literario en el que de forma paralela al curioso proceso de elección de los temas, se muestra ese tipo de personaje muy reconocible en la obra de Felisberto: un tipo singular con problemas para interactuar con los demás, no por timidez, sino por otra cosa.  En Tal vez un movimiento las ideas cobran vida en una serie de sugerencias semánticas, personificaciones y eufonÃas que suponen todo un desaforo de la percepción. Lo inanimado tiene en la literatura más vida que esas personas que mastican una y otra vez las convicciones recibidas de los otros. En la misma lÃnea, en GenealogÃa son las figuras geométricas las que protagonizan, con toda su idiosincrasia, un tÃtulo de ecos nietzscheanos a partir de una serie de divagaciones sobre la metafÃsica de la prosopopeya, quizás el recurso literario que Felisberto elevó magistralmente a la categorÃa de género, y sobre la que Ramón Gómez de la Serna construyó sus greguerÃas. Espacios textuales llenos de flechas y generatrices de muebles con los que el lector más tarde se tropieza. Felisberto es un merodeador del interior de las cosas que siente la necesidad de dejar los ojos en el interior profundo de una silla de forma afÃn a cómo el cisne mete por la noche la cabeza bajo del agua, para ver si hay fantasmas debajo de la cama. En El cocodrilo, acaso su relato más paradigmático, hay una nostalgia de piano, esa «buena persona», una intimidad con el empleo, con el trabajo ordinario, tan lejana a la vocatio, a la llamada de la profesión de acuerdo con la ética protestante (Beruf) y que anticipa la desvinculación entre la supervivencia y el trabajo que un dÃa la renta básica habrá de certificar: trabajos sencillos como excusas para pasear, vendedores de medias que recurren al llanto. La nostalgia súbita del pianista itinerante: una técnica de venta menos agresiva que la que Mamet recogió en su Glengarry Glen Rose. Por último, Explicación falsa de mis cuentos incide en la inconmensurabilidad de la explicación real del proceso de creación del propio artista, un tÃtulo, por otro lado, que es una clave, como asumió Eloy Tizón, de cualquier intento de reseñar con objetividad el interior profundo de la obra de Felisberto: toda explicación de los cuentos de Felisberto es una explicación falsa.
En estos relatos el autor maneja el piano como si fuera una máquina de escribir golpeada una noche de invierno en una habitación en la que nadie enciende las lámparas. Ensoñaciones de un taquÃgrafo itinerante, sensualidad, desconcierto, prosopopeya, ráfagas de sueño, greguerÃas con vida, el pasado y la niñez como un pasillo sinuoso al que se puede regresar a voluntad, música para lechuzas. Felisberto es, definitivamente, el hombre con rayos X en los ojos, un observador que atrapa lo que ve en su retina y lo proyecta como hace el protagonista de uno de mis cuentos preferidos, El acomodador. Felisberto ve bien en la oscuridad.
«Yo he visto caras que en el momento en que el dueño sentÃa ideas, en el mientras las sentÃa, han tenido el aspecto de cosas colgadas y muertas. Y han sido espontáneas. Yo he visto fracasar ideas relacionismos, implicancias, deduccionismos y determinismos en la flor de la juventud. He conocido artificiosidades espontáneas, he conocido naturalidades artificiales; he visto, en personas espontáneas, gestos artificiosos que se les quedaron olvidados en el cuerpo desde la época de la adolescencia».
Creo que en la elucidación del primer «qualia» que siga a su lectura uno caerá en que lo que le fascina de Felisberto es su carácter ensoñador y distraÃdo, su maestrÃa para enmarcar en apenas dos metáforas, los ensueños, su humildad, o su otredad humilde. Alucinaciones modestas que comenzarán a crecer un dÃa en el lector hasta formar un universo singular, relatos con vida extraña y propia, difÃciles de sentar en una silla y menos aún de encasillar más allá de su propia categorÃa.
Artificios naturales, piano que resultan ser buenas personas, antihéroes del silencio, introspecciones que suceden enredados en la seda del pasado, un Proust montevideano bajo la música dream-pop que llegarÃa en la prórroga de su vida; páginas blancas con trazos negros, páginas, todas, ligeramente fantasmales, por ello el objeto de estos relatos para piano puede ser, simplemente, la vibración de una nota, la agitación de una atmósfera, la consecución de una melodÃa levemente febril que aquejará al lector en las horas más extrañas de la madrugada.
Felisberto estaba hablando con nosotros. De repente, sin que lo hayamos advertido, nos ha dejado su cara y se ha ido.